Paisaje geográfico, histórico y cultural

La parte meridional del espacio fronterizo de Andalucía con Portugal, coincidente con la provincia de Huelva, se materializa en el río Guadiana desde su desembocadura en Ayamonte hasta la confluencia con el río Chanza y de aquí, subiendo por su ribera, hasta cerca de Rosal de la Frontera. De aquí que este tramo se conociera como raya húmeda. A partir de este punto, continuando hacia el norte y delimitando occidentalmente la comarca de la Sierra, la frontera se difuminaba, nombrándose raya seca, denominación que se justificaba por la existencia de una tierra de nadie que era lo único que indicaba la separación entre soberanías. La existencia en esta zona de la Dehesa de la Contienda, territorio mancomunado entre Encinasola, Aroche y Moura, esta última portuguesa, es un claro ejemplo de un territorio áspero y difuso que a pesar del paso de siglos y conflictos no vio ratificar su línea de frontera hasta entrado el siglo XX.

Así pues el marco geográfico en que nos moveremos se refiere a los territorios fronterizos de la provincia de Huelva con Portugal, situándose en ellos las fortificaciones de Encinasola, Aroche, Paymogo, Puebla de Guzmán, Sanlúcar de Guadiana y Ayamonte, oponentes a las portuguesas Moura, Serpa, Alcoutim y Castro Marim respectivamente. En menor medida se vieron involucradas también Cortegana y localidades costeras como Lepe, Cartaya, Gibraleón y Huelva. Las plazas fronterizas de uno y otro lado se veían complementadas por otras de menor rango que, desde el tiempo de los conflictos sucesorios castellanos del siglo XV, mejoraban el control del territorio. En Huelva nos referimos a enclaves como Castelo de Malpique y Castelo Chico, sobre la orilla del Chanza en el término de El Granado, o algunas torres vigías que, destacadas sobre la frontera, servían para avisar a las poblaciones de la irrupción del enemigo en tiempos de conflictos.

El contexto histórico de las fortificaciones abaluartadas de esta frontera se sitúa en los siglos XVII y XVIII. En el primero destaca fundamentalmente la confrontación de Portugal con la corona española durante la Guerra de Restauración (1640-1668). En el segundo de estos siglos destacamos los conflictos de la Guerra de Sucesión (1701-1713) y la acción del Cuerpo de Ingenieros como brazo de acción efectiva de las decisiones centralizadas del nuevo Estado Moderno que trajo la dinastía borbónica a España. Esta acción, basada en el control económico y político del territorio, es la que materializa las fronteras con puntos fortificados de control aduanero y vigilancia de la soberanía. Uno de los objetivos era evitar el despoblamiento en época de conflictos que, de producirse, supondría una franja de fácil ocupación por el enemigo debido a la imposibilidad de defender el mismo mediante levas (de aquí la consolidación del ejército profesional) y un receso en la actividad económica con el consiguiente problema para la Real Hacienda al no poder recaudar los suficientes impuestos.

En estos territorios, geográficamente periféricos y donde con más dificultad alcanzaba la acción del poder central, se establece en época de paz una red de conexiones que conectan social y económicamente las poblaciones de ambos lados. Poco respaldadas por sus respectivos centros de decisiones, estas ciudades buscan establecer relaciones con sus compañeras de territorio. Así no es raro encontrar parcelas agrícolas o ganaderas de un lado arrendadas a habitantes del otro, fincas cuya explotación se mancomuna entre municipios fronterizos, familias formadas por portugueses y españoles, sincretismo de costumbres y lenguas que traman el territorio no con la visión geopolítica de la Corona sino con relaciones de subsistencia. La parte económica de dichas relaciones escapaban habitualmente al control del Estado y por ello la disposición de las fortificaciones servía para, además de deshacer la malla de relaciones en época de conflictos, controlar fiscalmente las fronteras.

La presencia de estos enclaves se produce allá donde las vías de comunicación, vados, pasos, etc. concentraban el tráfico de personas y mercancías, a la par que protegían ciudades y mercados. El poder político no era suficiente sin más: había que ejercerlo con una adecuada implantación territorial. Esta acción del poder va produciendo en el siglo XVII, y sobre todo el XVIII, la paulatina separación entre los territorios a ambos lados de la raya en un proceso contrario al de la natural red de relaciones tejida por sus habitantes, imponiendo de forma cada vez más profunda la separación entre unas poblaciones que se necesitaban para sobrevivir. Sólo a mediados del siglo XX, una vez que las decisiones políticas se imponen a las militares en el marco europeo y se suceden los tratados de supresión de fronteras económicas (que no políticas, aunque atenuadas), el proceso comenzó a revertirse para promover precisamente la recuperación del especial significado antropológico del territorio.

Las fortificaciones a ambos lados de la raya con Portugal son por tanto el registro fósil de un concepto de frontera hoy superado, si bien su manifestación territorial dejó rastros de un notable patrimonio arquitectónico que, como hemos anotado, no es sino la muestra de una interesantísima realidad humana subyacente.

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